Literatura

Clica.

domingo, 12 de abril de 2009

EL CERCO FLAMENCO


Por la calle, tras las ventanillas del excesivamente refrigerado autobús, se ven sólo esos carteles morados, atravesados de arriba abajo por la silueta blanca de un cuchillo blanco, “enésima bienal de flamenco”. Treinta y tres días continuos de espectáculo flamenco. Más de un mes de flamenco. Flamenco clásico; flamenco pop; fusión flamenca; flamenco jazz; new age flamenca; bailaoras; tocaores; cantatrices; furibundos; estrambotes; hiperplasia; astigmatismo; fla fla fla...Flamenco.
En Canal Sur –la de ellos-, flamenco en las promociones; cortes de publicidad al son de bulerías elementales, taran tan ta tán... Tarara tara, tata tara, tata tán. Los anuncios de las costas andaluzas, al son de los tangos; cualquier programa de cultura lleva su sambenito aflamencado.

“Venid a final de septiembre”, nos dijo el de la Diputación. Quizás nos diera una gira de seis conciertos mal pagados que nos permitieran grabar ese disco tras el cual llevamos dos años y medio. A final de septiembre fui a verlo y me dijo que el dinero de las giras a pequeños grupos estaba dedicado a la Feria del Flamenco (quince días seguidos de flamenco extra). “¿Más flamenco?”, me atreví a preguntar poniendo cara de Gioconda. “Sí -me respondió, arqueando las cejas, el-que-no-da-conciertos-si-no-quiere-, a mí me gusta más el jazz o la nueva música; he escuchado vuestra grabación y es muy interesante, ¿eh?; pero los que dan el dinero van a emplearlo en más flamenco”.

8 de la mañana de un domingo. No puedo dormir más de cinco horas. Mientras se tuesta el pan, pongo la tele. No hay nada interesante, salvo en Canal Sur 2 –la de ellos-, que habla de Aníbal González. De repente, mientras sale el café negro de la máquina siemprecrema, la pantalla de la tele se oscurece y enmarca un retrato de algo parecido a un homínido... ¿Es un programa sobre el hombre de Atapuerca? No. De repente, en letras enormes se recorta un nombre sobre la foto: CALAMBRITO; y otra palabra bajo el retrato del presapiens: ANDALUZ. Todo ello, adobado con sus bulerías de rigor, taran, tan ta tán... Tarara tara tata tara tata tán... ¡Dios santo!... ¿Debería hacer las maletas y marcharme con mi mujer y mi hijo a Lugo? Allí seguro que no habrá este bombardeo psicológico. O a Zamora.

Cuando se celebró el no sé cuántos aniversario de la muerte de García Lorca, todo era Lorca. Muchas bodasdesangre, muchas bernardasalba y muchas yermas. A todas horas, Lorca. Lorca en el desayuno; para comer, Lorca; en los informativos, Lorca. Lorca lorquero lorculo lorca. Y todo lo lorquiano regado profusamente con flamenquito fla fla fla. Taconeos, reveses al aire, trrrrrrrrrrrrtratatán en las guitarras. Incluso me entregaron, estando yo a pie de atril en un ensayo del Coro de Aracena, una edición de súper lujo –editada, cómo no, por la Junta de Flandalucía- de unas canciones de Lorca adaptadas para coro; el Ayuntamiento quería que el coro las cantase para asistir a no sé qué actos megalorquianos nauseabundantes. A punto estuve de perder el trabajo en el Aula, porque me negué en redondo a emplear ni un minuto de mi tiempo en tamaña majadería. “La música de Lorca no vale un duro”, dije en público; “todavía, Poeta en Nueva York tiene su cosa; pero el Romancero Gitano me toca las narices. Y lo de la Tarara lo va a cantar su padre”.

¿Acaso un hombre no tiene derecho a defenderse de lo que he dado en llamar el cerco flamenco? ¿Puede, un hombre de bien, permanecer impasible cuando el programa de más audiencia de Canal Sur (la de ellos) en la franja nocturna -el de Jesús Quintero, el loco de la colina, el perro verde, etc.- desgrana una y otra vez el mundo del hampa, del lumpen cuasi carcelario más abyecto de Andalucía, elevando a estos personajes -abandonados a sí mismos y a sus más egoístas pasiones- a modelos de vida bohemia (como si la bohemia pudiera ser exclusivamente improductiva y parasitaria) y equipararlos a los verdaderos artistas y filósofos? La mayoría de ellos pasan por ser flamencos, o aflamencados, o flamenquimorfos, o flamenquibranquios.
Lo digo claramente: amparado y alentado por las instituciones (la Junta de Andalucía a la cabeza; la administración; los poderes fácticos), se va cerrando a nuestro alrededor una culebrina taconeante, un círculo tracatrán, un como asma balbuciente tirititraun, oloroso a sudor de covacha: el cerco flamenco.

¿Tánto interés tiene esta música? Yo, por sevillano y guitarrista adolescente, en mi juventud aprendí a acompañar bulerías y tangos; alegrías, colombianas y un punto de guajiras; los tientos y las tarantas ya me quedaban más lejos. Por descontado, aprendí a tocar tanguillos y rumbas, sevillanas (que no pertenecen al flamenco), malagueñas y verdiales (que tampoco me suenan flamencas) a todo trapo. Al fandango le saqué buenos acompañamientos (por Huelva, por Alosno, por Calañas; fandangos valientes; de la mina; fandango libre, etc.). Ya de mayor, toqueteé un poco por encima el polo y la caña. Pero nunca seguiriyas, ni soleá, ni los palos grandes. Hay que tener en cuenta que a mí el flamenco me caía, digamos, un poco tangencial. Bastante trabajo tenía yo con los blues, los “punteos” –como decíamos entonces- vertiginosos, y los acordes brasileiros que aprendí a construir.
Mientras mis oídos se empapaban de Bartòk, de Stravinsky, de Monteverdi y de grupos de jazz, el flamenco seguía ahí, con su la-sol-fa-mi, con su la-sol-fa-mi. Entré en la tuna, me dieron un laúd y descubrí un repertorio rancio de boleros y bodasdeluisalonsos. Abandoné la Facultad para abrazar el estudio del violoncello y, con el tiempo, entré en una dinámica de romanticismo musical arqueológico; la música de cámara se abría ante mí como un abismo terrorífico y absorbente. Los cuartetos de Beethoven y de Bartòk me zarandearon el alma durante años. Y el flamenco seguía ahí, con su la-sol-fa-mi, con su la-sol-fa-mi.

Una noche fui a La Carbonería, un enorme bar de copas con música en directo. Esa noche tocaba un trío georgiano –rusos, vamos-; acordeón, domra y flauta de pico. Una cosa increíble, de verdad. La ejecución del flautista era lo más virtuoso que yo he visto en directo: una maravilla. Había a mi lado un gitano que golpeaba la mesa con los nudillos, destrozando cualquier patrón rítmico; carecía de compás (como la inmensa mayoría de los gitanos, si se les saca de las bulerías y los tangos) y nos obligaba a tragarnos su desprecio total por otras músicas y su absoluta ausencia de compás. Tuve la estúpida idea de mandarlo a callar y allí pudo ser Troya. Es demasiado largo y desagradable de contar lo que ocurrió, pero al final vino el vigilante jurado del local –avisado por el gitano!- para recriminarme a mí que yo le hubiera llamado la atención al arrítmico homínido. Minutos después, a la salida del bar, un amigo que lo conocía me dijo que el gitano estaba con la condicional; que era un traficante muy reputado; que cumplía condena por dos homicidios y que esa noche, sencillamente, ¡no había querido matarme!
No volví a La Carbonería. Me daba miedo. Yanquis y gitanos se repartían la barra y las mesas. No era mi ambiente. Pero algo se despertó en mi interior con respecto al flamenco: una especie de sentimiento de haber convivido desde pequeño en las laderas de una secta. Intenté recordar a alguien que se dedicara al flamenco y que estuviera abierto a otras manifestaciones musicales. Repasé mentalmente la galería de guitarristas –decenas- que conocía; todo fue inútil. Ninguno de ellos salía nunca de su círculo; siempre la-sol-fa-mi, la-sol-fa-mi.
¿Por qué el pueblo gitano se ha recluido y amurallado tras los barrotes del flamenco? ¿Por qué no probar otras cosas? Se me podrá decir que ahora tenemos el flamenco-fussion: enorme majadería que demuestra no sólo ignorancia acerca de lo que es realmente fusión (síntesis), sino desconocimiento completo de la situación real; ¿lo diré? ¿Me atreveré a decirlo?... Lo digo: el flamenco ha muerto. Ha muerto como forma orgánica de expresión. Y hace ya muchos años. Décadas, me atrevería a decir. El modo frigio (la, sol, fa, mi) ha dado de sí lo que no hay en los escritos. Las formas cerradas (bulerías, etc.) no salen de lo mismo desde hace décadas. Tan sólo cambian la letra. Para colmo, por no sé qué prurito pseudo cultural (sin duda, inyectado desde las instituciones), desde hace unos años les ha dado por colocar en sus rígidos moldes -llamados palos- la obra de poetas andaluces y suramericanos de reconocido prestigio, muchos de ellos completamente ajenos al flamenco en vida; ahora, como están muertos, nada pueden objetar.

El mundo flamenco se ha apropiado de la salsa cubana. A eso le llaman fusión. ¡De fusión, nada, señores! ¡Apropiación indebida y fraudulenta! Los Ketama cantan salsa; lo que pasa es que determinados melismas (que afectan superficialmente sólo a la melodía) recuerdan el soniquete flamenco. Pero de ahí a la síntesis va un abismo.
Ni siquiera Paco de Lucía logró –a mi juicio- una verdadera síntesis. Sí consiguió sacar a la guitarra flamenca (y al flamenco, en general) del ostracismo y la incompetencia en que se hallaba desde hacía lustros –ese sonido a lata, torpe y naïf-, llevándola a extremos de virtuosismo hoy día inalcanzados. Tuve la ocasión de oír en directo (a las cuatro de la madrugada, en la escalera de un hotel, en Palermo) a Rafael Riqueni -que no es gitano, igual que Paco-, tocando su propia fantasía. Jamás vi algo parecido. Aquello sí era síntesis; algo nuevo; algo que emergía de los cimientos flamencos pero para erigirse como un nuevo edificio sonoro. Algo inaudito, literalmente. Nada he vuelto a saber de él, salvo que los efectos de las drogas lo llevaron a una mala situación.
Ahora hay un compositor, Dorantes, que sintetiza el flamenco con la New Age. Esto sí parece fusión. Pero no deja de ser invasiva. Con ello quiero decir que el flamenco intenta respirar fuera de su restringidísimo círculo; el flamenco se ha convertido en un no-sferatu, un vampiro artístico que debe nutrirse urgentemente de la sangre de los demás estilos.

¿Cómo puede alguien beber siempre la-sol-fa-mi, la-sol-fa-mi y no morir de sed artística? Cada vez que lo pienso, me entra un vértigo existencial insondable; pensar que los compositores de talento siempre huyen de las formas establecidas –aún haciendo incursiones fugaces en dichos moldes- me lleva a plantarles el sello de poco talentosos a los compositores que se ciñen a los modelos tradicionales (el rock, el blues, la balada, el pop comercial, las sevillanas, la música disco, el serialismo, etc.). En el mejor de los casos, dichos compositores digamos que no son buscadores de su propia expresión; o, más bondadosamente aún, que su propia expresión pasa por servir a su tribu (hacer búcaros con rayitas azules; diseñar corbatas con motivos taurinos); vale. Pero, entonces, ¿qué decir de aquéllos que no sólo no buscan su propio lenguaje, sino que ni siquiera inventan sobre la forma preestablecida; aquéllos que, una y otra vez, repiten la fórmula tradicional (la-sol-fa-mi, la-sol-fa-mi)? ¿Es esto una forma de Arte? Es más: ¿acaso se asemeja a la artesanía? Sinceramente, creo que ni siquiera eso.

En un artículo que ya escribí hace tiempo, dije que los Rolling Stones vendían búcaros. Eso sí: búcaros con un cierto estilo; búcaros con el sello del artesano cotizado. Pero es que estos guitarristas y cantaores flamencos venden siempre el mismo búcaro. Es como si, después de vendérselo al incauto cliente, se lo robaran en la primera esquina y se lo volvieran a vender a otro. Y vuelta a lo mismo.
¿Por qué se les llama artistas a esta gente repetidora y circularmente viciosa? ¿Son, acaso en algún sentido, creadores de algo?
Imaginaré que a mí me gusta ver la danza de la lluvia... Preciosa, la danza de la lluvia. ¿Iría a verla de nuevo?...Mmmm... Sí. ¿Pagaría por ello? Vale. ¿Hasta cuándo estoy dispuesto a seguir pagando por ver la misma danza de la lluvia con algunas variantes? Incluso gratuitamente, ¿hasta cuándo puedo aguantar, sin hastiarme, viendo la misma danza de la lluvia incluso con muchas variantes (el color de la ropa del hechicero; los cantantes; la luz)? Supongo que llegaría un día en que mandaría a paseo al hechicero y a sus viejos trucos.
Sin embargo, hay muchísima gente a la que le gusta realmente oír siempre lo mismo; mientras menos innovaciones haya, más tranquilos se sienten. Cualquier alteración en la estructura o en la superficie de lo que ya comprenden, les pondrá al borde del ataque de nervios. Enfín: están en su derecho; lo de la búsqueda artística, en el fondo, no es más que una aberración emocional. Creo haber dicho alguna vez que uno busca ser original para que lo quieran. Probablemente, la Historia del Arte no sea más que la Historia de las Patologías Psiquiátricas Aplicadas. Aunque fuera así, sin embargo, no puedo dejar de recordar que el mismo espíritu de búsqueda que mueve al artista está en el corazón del científico; y los avances de la Medicina y la Física son producto de la misma inquietud y ansia de cambiar el paisaje. De eso no se quejan los inmovilistas, ¿eh? Ningún purista flamenco se niega a tomar amoxicilina para la infección de garganta, ¿eh? ¡Qué poca vergüenza!

A los andaluces se nos ha condenado al flamenco, nos guste o no nos guste. En la terrible y oscura época de Franco –que yo viví hasta los trece años-, las películas de caracolillo en la frente y sombrero cordobés tipo astronave procedente de Andrómeda mostraban una Andalucía no muy diferente de la que se empeña la Junta de Andalucía en mantener. ¿Por qué se hace esto? Supongo que hay un ambiente rural, con caballos y todo, en alguna parte; pero yo no lo conozco. Tengo cuarenta años, soy de Sevilla capital (nacido en el mismo Centro de la ciudad) y no conozco a nadie que vaya o haya ido a caballo jamás. No tengo amistades flamencas; soy músico y sé que hay una secta potente que hace la-sol-fa-mi, la-sol-fa-mi en algún rincón de mi tierra, pero no sé quiénes son ni cómo se llaman. Salvo algunos gitanos desharrapados que de vez en cuando cruzan la calle gritando nonay noná, nonay noná (utilizando el flamenco como arma arrojadiza y disuasoria debido al terror que sienten hacia los que no somos gitanos), por la calle no se ve a nadie cantar flamenco; en ningún bar se les oye jamás; no conozco ninguna peña flamenca, aunque sé que las hay –supongo-; en definitiva: la realidad social es ajena al flamenco, y esto ocurre no en el Alto Ampurdá ni en A Costa da Morte, sino en Sevilla.

Hace unos días escuché en la radio las cifras de la Bienal de Flamenco (que son treinta y tres días seguidos de espectáculo, no lo olvidemos). Más de 65.000 personas acudieron a la cita bianual; 1.800 millones de pesetas -de las antiguas- de ingreso directo en caja. Incontables beneficios para la hostelería y la restauración. Y un dato que me parece fundamental: más del 80% del público ha estado formado por extranjeros (japoneses, fundamentalmente; aunque también alemanes, italianos y otros). Si quitamos los 52.000 extranjeros –dicho 80%-, nos encontramos tan sólo a 13.000 españoles que asistieron durante 33 días. La media sale a tan sólo 394 nacionales diarios por concierto. Si muchos de ellos eran del Centro, del Norte y del Este español (como se demostraba en las encuestas), ¿cuántos andaluces han visto la Bienal? ¿Es realmente un arte vivo? No, en absoluto. Nada más muerto que la momia de San Fernando, patrón de Sevilla; y sin embargo se llena de público para verla salir en procesión (dentro de su urna) la madrugada del 30 de Mayo; la diferencia es que a éste acto van casi exclusivamente sevillanos. A la Bienal acuden, en su casi totalidad, gente de fuera. Si descontamos las entradas “regaladas” a los políticos locales; las entradas “auto otorgadas” de los funcionarios de la Administración que organizaron la Bienal, ¿qué nos queda? ¿Habrá ido alguien de Sevilla? ¿Algún sevillano habrá conseguido entrar en algún espectáculo taconeante? Probablemente sí, pero la proporción es, con todos los respetos, despreciable.
Ello me lleva, ineludiblemente, a comparar la Bienal Flamenca con esas muñecas de plástico, forradas de nylon imitación terciopelo, vestidas de colores brillantes y en pose de baile por sevillanas; esas muñecas horripilantes que venden para turistas y que algunos suecos deben tener encima del aparador del salón para poder suspirar en medio de la nevada brutal y acordarse de los cinco días de calor glorioso que pasaron en una ciudad luminosa y extrema que se llama Sevilla y a la que no saben si regresarán algún día.
Probablemente sea un negocio sustancioso. Y quizás las arcas municipales se nutran inesperadamente de este akelarre flamenco bianual. Incluso se estarán pensando si hacerlo cada año, en vez de cada dos (¡horror!). Pero lo que no pueden pensar –y si lo hacen, se engañan como japoneses taconeando- es que están apoyando el folclore andaluz; y mucho menos, la cultura. Y absolutamente de ninguna manera la creación artística. Es más, están cerrando las puertas a la verdadera actividad creativa. Las han cerrado ya hace tiempo.

La composición artística se muere en Sevilla. Componer es llorar, morir, dolerse de ser. El cerco flamenco se nutre de la sangre del verdadero pueblo, de la verdadera vida real. Las instituciones venden muñecas de plástico, contorsionadas por un baile que no existe. Las familias gitanas favorecidas sonríen antes de cerrar los ojos por la noche, antes de dormir; están deseando despertar, pues la realidad es más onírica y gratificante que el mejor de los sueños. Mientras tanto, los artistas sevillanos, los inquietos creadores andaluces, ansían que llegue la noche para poder soñar, para evadirse de este campo yermo lleno de gemidos falsos, de ayes ensayados, de taconeos irreales y de japoneses fotografiantes.

Flamenco en la tele, flamenco en la radio, flamenco en la bienal más larga de la Historia. Ahora, quince días más para la Feria del Flamenco... Tiriti tra tran traun, tiriti tra tran tre-ron, tiriti tran tan terotrán, tiriti tran, tarán, tarán. El cerco se va cerrando. ¡Pol.loh paquebote que van pa l’Habaaaaana! ¡Dios, se acerca taconeando Antonio Canales con sus doscientos kilos de peso! ¡Ese culo panaero, de tánto asomarse al hornooo se te va’ poné moreno! Asisto, incoloro, a la canonización del Calambrito de Atapuerca, el mayor homínido del Cante Grande. ¡Ay yayayaya yaiii! Se cierra por la banda izquierda. ¡Tié las duquelitas negraaaas! Me empieza a faltar el oxígeno. Oye, tú que toca’l shelo, por qué no te viene un día al ensayo y noh tocamoh unah rumbitah? Auxílienme! Tirititraun, la nuestra. Me muero. Tacatán, tacatán... Tratacatán...

...Nonay...

...Noná.

Eduardo Maestre.
Octubre de 2002.

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