Literatura

Clica.

viernes, 10 de abril de 2009

ALLEGRO, ¿ADAGIO?, ALLEGRO


¿Adagio? ¿Lento? ¿Moderato? ¿Por qué narices hay que componer un movimiento lento entre dos o más movimientos rápidos? ¿Hay, acaso, fuerzas ocultas de la naturaleza –o de la psique- que impelan al artista a hacer tal cosa? Esta cuestión siempre me ha llamado la atención poderosamente.

En 1998, en el Festival de Plectro de La Rioja, los del Trío Fine Plectrum –por aquel entonces, Trío Joaquín Turina- tocamos algunas piezas de Albéniz y dos obras mías: Juegos (Scherzando, Lento, Allegro molto) y la Suite Paseos y Viajes, que consta de cuatro piezas más o menos independientes, agrupadas por cuestión cronológica y de mecida (compuestas en el mismo estilo: contrapunto, máxima actividad, ritmos trepidantes). Entre las cuatro, no había ninguna lenta; si acaso la tercera, Cruzando Eire, era más dulce, pero la tensión interna se manifestaba igual que en las demás. Al acabar el concierto, uno de los organizadores, Miguel Calvo (profesor de guitarra, músico experto y gran conocedor de la Música en general), me dijo que le habían gustado mucho los Juegos, pero que en la Suite echaba de menos un movimiento lento; y ello lo destacaba como un error de composición (no me lo dijo explícitamente, pero se extraía de sus comentarios). Por mi parte, y muy sorprendido por la admonición, traté de explicarle que eran cuatro piezas independientes; que no conformaban un todo; que... Enfín: que me dejó muy pensativo al respecto. ¿Por qué yo no había colocado un movimiento lento entre las piezas de la suite?

Ya sabemos que las suites están conformadas por piezas independientes. O, para mayor exactitud, más bien interdependientes. Esto es: no tienen por qué seguir lo que hoy día entendemos por una progresión emocional (rápido/lento/rápido). Pero, históricamente, el hecho es que, hasta las suites –y quizás precisamente las suites- se construyen por oposición, por yuxtaposición de elementos.

Veamos: una suite de danzas está compuesta, habitualmente (y desde el Renacimiento), por diferentes ritmos danzables –branles, pavanas, gallardas, courantes, allemandes, zarabandas, gigas, etc.-, dispuestos de tal manera que resulten contrastantes y animen a bailar mediante la variedad de pulsos. Una suite de danzas, para ser exitosa en la fiesta ducal o principesca, ha de ofrecer múltiples posibilidades. A ningún ministril de la época se le ocurriría ofrecer sólo pavanas o sólo branles. El lacayo de turno despediría al ministril y a sus músicos, de una patada en la espalda, ipso facto, por orden expresa del anfitrión. ¡Por Dios! ¡Si hasta hoy día hay quejas, en cualquier discoteca, cuando el D.J. no varía -cada cierto tiempo- de ritmos!

Sabemos lo importante que era la primera danza de una fiesta. El baile lo abría el dueño del palacio, castillo o casa ducal; si el anfitrión tenía setenta años, la primera danza debía ser una basse dance, algo tranquilo; luego, vendrían las gallardas, los branles, etc. para que la juventud se desfogara. Si el dueño del palacio era un joven noble, el primer baile era vibrante y rápido, para lucimiento de éste. Al final de la fiesta, los músicos tenían por costumbre tocar una danza rápida -generalmente una giga-, más forte que las demás danzas, para que, desde las cocinas de palacio, los criados pudieran oírla y también bailarla. Ello podría explicar la inveterada costumbre de terminar un conjunto de danzas con un bouquet final: el allegro finale típico.

En el Barroco, la suite de danzas comienza a tomar un cariz teatral; no por la disposición de las danzas, que sigue siendo contrastante; ni por el hecho de que empezaran a perder el carácter danzable, pasando a ser más bien una serie de piezas para escuchar. Cuando digo teatral, me refiero a que la estructura interna de cada pieza comienza a imitar la forma ternaria –o binaria de tres frases-, una especie de embrión de forma sonata. Eso ya es conocido por los músicos: A, B, A. Éllo confiere a cada danza un color dramático: planteamiento, nudo, vuelta al planteamiento; una oposición interna; un es esto, pero podría ser esto; aunque va a terminar volviendo a ser esto.

El desarrollo fulgurante de la música instrumental, en el siglo XVIII, hace que las sonatas se impregnen de esta estructura tripartita en la cual dos agentes se oponen para resolver sus conflictos en una pax final. La sonata, después del Barroco, basa su éxito precisamente en esta oposición de contrarios (de alternativas, más que de contrarios). Al margen de que los racionalistas –y muchos enciclopedistas- se empeñaran en que la música exclusivamente instrumental era un "puro arabesco" (Rousseau), algo con la total ausencia de contenido racional, el hecho es que las sonatas gustaban al público medio. Ésa era la estructura que mantenía el interés de la burguesía, temerosa siempre por sus negocios, por sus pequeños comercios, por las veleidades de las grandes transacciones: la vida del burgués común estaba siempre pendiendo de los caprichos del destino. La sonata planteaba posibilidades contrastantes, tensiones terribles que siempre se resolvían al final. La música instrumental, al margen de la influencia de los bufonistas a favor de la misma, triunfó entre el gran público porque planteaba tensiones y las resolvía allí mismo; el lobo les enseñaba las fauces, pero moría en el escenario. Cada concierto se convertía en una catarsis.

La música instrumental pura tuvo que luchar para abrirse paso entre los intelectuales racionalistas, los volterianos, los reaccionarios (incluso el propio Rousseau, nada sospechoso de reaccionario), los cuales no acababan de considerar a la Música –así, sin textos a los que acompañar- como un Arte con mayúsculas. Bien es cierto que Diderot y los prerrománticos la elevaban por encima de las demás artes, pero éstas eran polémicas intelectuales que no influían tan decisivamente en el verdadero camino emprendido ya por los músicos prácticos: los compositores adoptaron, acaso inconscientemente, la estructura básica de lo que hoy entendemos por forma sonata, esto es: planteamiento, nudo y desenlace (obsérvese que ya no es una vuelta al planteamiento). O, dicho en términos sociológicos: tesis, antítesis, síntesis.

Ya claramente en Mozart –y, desde luego, en Beethoven-, la sonata adquiere dimensiones extremadamente dramáticas. La bestia de Bonn sugiere unos desarrollos que parecen no tener salida; sus sonatas (su obra, en general), tras presentar una exposición (planteamiento, tesis) ya de por sí inquietante, se introduce por unas veredas oscuras en el desarrollo (nudo, antítesis) que llegan a casi paralizar el devenir musical –lo que mi padre llamaba el conflicto en Beethoven; lo que el profesor alemán de dirección de Juan José Udaeta (director de orquesta español a cuyas clases de Análisis asistí) llamaba konfussionplatze (la Plaza de la Confusión)-, para terminar, en la mal llamada reexposición (desenlace, síntesis), uniendo contrarios, neutralizando fuerzas antitéticas, sintetizando poderosas contradicciones. En dos palabras: produciendo catarsis en el oyente (no tengo la menor duda de que Beethoven es el gran compositor de la burguesía; a ella pertenece y a ella se entrega; es el lobo virtual, el hombre del saco de formas chinescas, el ilusionista del terror. Beethoven es, al siglo XIX, lo que Hitchcock al siglo XX; pero ése es otro tema).

No tengo intención de hablar de la forma sonata, entre otras cosas porque ya hay suficientes libros que la tratan con una profundidad tal, que yo, desde mi tenebrosa ignorancia, no haría más que repetir lugares comunes. Pero he creído importante destacar la progresiva dramatización del discurso musical, desde el siglo XVII especialmente. Ello me lleva a reflexionar sobre el significado profundo de la inclusión de un movimiento lento entre movimientos más rápidos.

¿Por qué la inmensa mayoría de los compositores, desde el XVII hasta el XX, componen obras siguiendo el esquema Allegro, Adagio, Allegro? Entiéndase, cuando digo esto, cualquier variante (Moderato, Scherzando, Lento, Presto; Allegro, Adagio, Minué, Allegro molto; etc.). ¿A qué esa manía de incrustar una pieza lenta entre otras más vivas? Lo primero que se me vino a la cabeza fue que esta partición respondiera a un esquema psíquico: euforia creativa (Allegro inicial); reflexión (Adagio central); comunión con el mundo (Allegro final). Las fases de autoafirmación de las personalidades timoratas (como son las de los artistas, en general) responden a este esquema. El compositor estalla interiormente con una idea musical que plasma en el papel (en la pantalla del ordenador, hoy); la lleva a término; comienza el segundo movimiento (pues la inercia histórica es tan fuerte como para no considerar una obra acabada -sinfónica, cuartetística, coral, etc.- si no se la plantea desde varios movimientos sucesivos). Este movimiento -y si no, el siguiente- con seguridad será de pulso lento, de color oscuro, como reflexionando acerca de lo anteriormente expuesto. Finalmente, no puede acabar así, con una reflexión; tiene que afirmarse a sí mismo, actuar; y si es contundentemente (Presto, Allegro con fuoco), mejor que mejor. El público del XIX -y del primer tercio del XX- paga para recibir su dosis de catarsis, no lo olvidemos. Tampoco olvidemos que la música instrumental es un producto para la burguesía, y que ésta paga sustanciosamente para ser complacida. No se les puede despedir de una sala de conciertos con una reflexión oscura, con una inacción. El hombre del saco no puede campar a sus anchas por el patio de butacas, sembrando el terror de la duda entre los escotes estilo Imperio, o entre los tufos de los miriñaques; hay que acabar con él, tras presentarlo en escena.

Y es ahí donde radica la cuestión: ¿es el movimiento lento, acaso, otra cosa que la sublimación de lo siniestro? ¿Acaso no es la reflexión un ejercicio de duda, una parada sin acción positiva, un ensayo de muerte? Cualquiera de nosotros, a día de hoy, da, a priori, un valor extraordinario a la reflexión. Pararse a pensar lo que uno está haciendo es síntoma inequívoco de responsabilidad. Sin embargo, ¿incluir la reflexión de la obra en la obra misma sería como pegar al lienzo los bocetos del óleo definitivo? Fellini tiene una película, magistral como todas las suyas, en la que, en medio de una secuencia extremadamente dramática, la cámara se aleja, abre campo e incluye a todos los cámaras, al director artístico, a los electricistas, los focos, las cámaras, a los que traen los bocadillos, la grúa, el mecanismo que hace que el barco/decorado se mueva; así está treinta segundos; luego, la misma cámara va cerrando campo y se centra de nuevo en la escena, que no ha llegado a detenerse en ningún momento. La película es E la nave va. El espectador se queda como muerto. Confieso que a mí me impresionó desagradablemente. De momento, me pareció genial (puede que lo sea), pero ya no pude ver la película como la estaba viendo hasta dicho instante. Al salir del cine, estaba cabreado; tenía un sentimiento difuso que, con los años, he definido como estafa.


Sin embargo, no se percibe el movimiento lento, la reflexión dentro del proceso creativo –la reflexión como creación en sí misma-, como una estafa. No es equivalente a la escenita de Fellini, por tanto. Fellini te muestra crudamente que todo eso que estás viendo no es más que una película; para ello, elige el momento más melodramático del film y se ríe de él mismo. Y del espectador, por añadidura. Pero es un ejercicio de metacine, una pirueta genial del maestro italiano: una acrobacia aislada. El adagio dentro de una obra musical no pretende mostrar que todo sea un artificio. Al contrario: quiere dar una sensación de profundidad espiritual, de introspección. Parece, en algunas obras, como si con el adagio el autor quisiera redimirse de los movimientos rápidos, acaso demasiado superficiales. Se despoja a la música de todo matiz bailable; el músico, que no hay que olvidar que viene del mimo, del histrión, del bardo, del juglar, se vuelve sensible a su entorno; no sólo es un lacayo que entretiene a su señor, sino que, además, es capaz de reflexionar sobre ello. Se humaniza, pues, el mimo. Confiere carácter a su oficio; dignifica su arte.

Estas son algunas ideas que me rondan la cabeza en mis ratos inanimados (cuando conduzco una hora de ida y otra de vuelta a Aracena, dos días en semana; cuando me ducho; cuando veo al alcalde/marioneta de Sevilla en la tele). Pero, últimamente, se me ha cruzado una hipótesis de estudio que me intranquiliza: desde que Picasso adquiere las estatuillas africanas hasta que pinta Les Demoisselles d’Avignon, se activa en su cerebro un proceso deconstructivo que le lleva a descomponer, sobre el plano, todos los puntos de vista del bulto redondo; quiero decir que crea el cubismo. Ni qué decir tiene lo que significará este hallazgo para las artes plásticas –no sólo para la Pintura-, pues no hay artista, después del andaluz, que no se vea mediatizado por la voladura controlada del Arte que supone el cubismo. Ello me lleva a pensar que, si entre la visión del objeto y la representación plástica de éste, en el siglo XX, hay un giro copernicano (adiós puntos de fuga; adiós perspectiva; adiós figurativismo más o menos impresionista), ¿por qué no habría de haberlo en la articulación de las piezas que, linealmente dispuestas, conforman una obra musical? ¿Qué razones hay para seguir presentando una visión tridimensional, un planteamiento perspectivista en la sucesión de diferentes movimientos de una misma obra? ¿Qué fuerzas ocultas seguirán estando vivas y acuciarán al compositor actual para mantener un contraste entre los tempi?

Las líneas de fuga que se utilizan en pintura para crear el efecto de perspectiva no son más que la reducción progresiva de un número. Se juega a disminuir las unidades espaciales para ofrecer una situación representativa de la realidad. En la composición, se juega con las unidades temporales para ofrecer la ilusión de perspectiva temporal. Un movimiento lento que sigue a uno rápido, ¿qué está ofreciendo, si no? Está ralentizando el avance del juego de tensiones y distensiones que, en el fondo, es la Música. ¿Qué representa un ritardando final en una pieza rápida, sino el fin de la ilusión estructural creada mediante un pulso que representa el timming psicológico del oyente? ¿Qué es un accellerando final, sino la plasmación sonora del tiempo comprimido? Un accellerando es puro ilusionismo, concentra una frase ya escuchada (y, por tanto, desplegada en un tiempo aceptado como natural) en pulsos progresivamente más cercanos; el oyente capta el accellerando como un viaje en el tiempo, como un empujón a toda velocidad pendiente abajo; la sensación de euforia queda, pues, garantizada. Un tempo lento, dominando todo un movimiento, está presentando una paralización externa del tiempo natural; representa el tiempo de la reflexión, de la meditación: incluye la sensación de retrospección en la obra misma.

La escucha musical atenta resulta una decodificación más o menos inconsciente de estructuras. Lo que nos ofrece la música no son más que propuestas estructurales que se tensan y se destensan. Una vez que aceptamos el marco formal en el que se desarrolla la música (bien sea una estética organal, manierista, rococó, romántica, dodecafónica, etc.), nos disponemos a contemplar cómo el autor despliega velas en un mar de estructuras, navegando con mayor o menor tensión, resolviendo más o menos sus propuestas conflictivas. En Palestrina, podría decirse que no existen tensiones, pero no es cierto (yo encuentro una tensión en Palestrina: la del hombre que no quiere problemas. El romano se niega a rozar siquiera el ánimo del oyente; evidentemente, sus razones contrarreformistas tenía; es un caso extremo de ausencia forzada de conflictos, al igual que, en el sentido opuesto, lo es Beethoven. Éste no cesa de proponer situaciones de alta tensión; casi no las ha resuelto aún, cuando aparece otra. Incluso las resoluciones beethovenianas no acaban de dejar tranquilo al oyente. ¡Y no hablemos de la Gran Fuga para cuarteto!).

Bien, lo que quiero decir con esto es que al escuchar música entramos en un proceso de abstracción, de sublimación de las tensiones y distensiones que la vida cotidiana nos muestra. No creo que sea otra cosa la Música que la posibilidad de oponer bloques estructurados. Para ello, es necesario que el oyente reconozca la estética en la que están inscritos dichos bloques de estructura. Un oyente medio, habituado a los edificios sonoros barrocos (y a nada más), no puede decodificar la música del Nepal; nunca la ha oído; no reconoce la estética nepalí. Un dibujante de cómics, si no se adentra en los vericuetos de la Historia del Arte, jamás relacionará la sonrisa eginética de las estatuas preclásicas de la Magna Grecia con el dolor: pensará que los griegos antiguos se lo pasaban bomba.

Pero vayamos a la burguesía y a la buena sociedad del XIX. Las señoritas que asistían a las schubertíadas o a los conciertos privados de los salones, cuando escuchaban las sonatas para piano o los cuartetos de cuerda sentían que un mensaje iba directo a sus entrañas; decodificaban adecuadísimamente las estructuras, las tensiones, las resoluciones; los bruscos giros, las modulaciones insospechadas no pasaban desapercibidas. ¿Qué carga informativa se esconde detrás de un pasaje de bravura? ¿Por qué se inflamaba el apretado pecho de dichas señoritas cuando el pianista retardaba la nota final de un pasaje sutil? ¡Las espectativas! ¡Las espectativas, colmadas con creces! Eso es lo que arranca el aplauso.

Al asistir a un concierto, los sonidos -ordenadamente dispuestos- que salen de los instrumentos van creando unas espectativas. El oyente va formando, interiormente, una estructura que responde exactamente a la estructura propuesta por el compositor. El imaginario del oyente puede ser completamente distinto al del compositor, al del director de la orquesta, al del tercer clarinete y al de la señora gorda de la butaca de al lado, pero la estructura es la misma. Las texturas diferentes son percibidas como tales, y en la mente del público se va creando una especie de mapa topográfico de la obra con toda suerte de colores, obstáculos, puentes, vados o caminos; o planos esmaltados; o líneas de diferente grosor. Pero todas las decodificaciones mantendrán la misma estructura. Tan sólo los imbéciles que se llevan la partitura al auditorio se quedarán sin ver nada, salvo la impresión a tinta de los pentagramas -¡qué idiotas!-, lo cual no tiene nada que ver con la Música.

Cuando llega el movimiento lento, el oyente se dispone a escuchar de otra manera. No me refiero a que su imaginario cambie; ni siquiera a que las estructuras no se perciban perfectamente. Quiero decir que se prepara para asistir a la detención del tiempo real. El adagio, insisto, es una parálisis del tiempo externo; una reflexión sobre lo acontecido y un momento de reposo preparatorio de lo que va a venir después.

El movimiento lento articula el discurso total del compositor, dotándolo de perspectiva temporal (la pulsación lenta, en la música instrumental no danzable, es algo raro de encontrar antes de la aparición del Racionalismo europeo); toma una dirección hacia dentro del artista. Incluso en las obras dodecafónicas del pleno siglo XX, los movimientos rápidos son una manifestación del tempo externo del compositor, mientras que en los lentos se percibe, meridianamente, una introspección. Como la música –inevitablemente- despliega sobre el tiempo su discurso, la paralización o ralentización de aquél ¿qué nos está sugiriendo, sino un discurrir interior? Oigan ustedes el movimiento lento de la Séptima Sinfonía de Beethoven, en la que la fiera hace desaparecer, al final, la melodía propuesta desde el inicio y, a pesar de ello, ¡la seguimos escuchando! Por supuesto, es un ejemplo extremo de interiorización a través de la música; es puro ilusionismo: magia. Pero, ¿se atrevería Beethoven a hacer desaparecer la melodía en un movimiento rápido, en un Allegro Molto que cerrara la obra? Nunca lo sabremos; lo significativo es que escogió, para ello, un tempo lento. ¿Otra genial intuición del sordo? Lo dudo. Creo, más bien, que Beethoven sabía que, inserto en un tempo calmo, las posibilidades de que el público siguiera escuchando la melodía sin que ésta estuviera presente eran más altas que en un simple andante. El fenómeno reflexivo del adagio no sólo afecta a la estructura compositiva, sino a la disposición del auditorio.

Pero los tiempos cambian, y desde la Guerra Fría –de la que todos somos hijos- la sociedad occidental ha pasado por muy distintas etapas (todas ellas insertas en un megacapitalismo creciente, eso sí), y, tras cruzar el umbral del siglo XXI, los aspectos psicológicos del inconsciente colectivo son algo distintos de aquellos que hicieron fructificar la forma sonata, la articulación en varios movimientos y, en definitiva, el aspecto estructural de las manifestaciones artísticas.

A partir de los años cincuenta, la pulsación se desvanece; parece como si no se quisiera hacer partícipe al oyente acerca de la visión exterior del mundo, desde el punto de vista del compositor. El músico que compone alla moda, extrae de las series un universo matemático que, al ser plasmado sobre el papel, parece una constelación; el resultado sonoro suele ser una detención total del tiempo externo. Los distintos movimientos –nótese: movimientos- de que se componen las obras contemporáneas (lo que entendemos por música contemporánea, quiero aclarar), afectan, principalmente, al ritmo, al pulso, a la marcha hacia algún sitio. No es tan significativa la forzadísima destrucción de los polos tonales como la ausencia de un pulso claro. Es más: no sólo estos decenios (entre 1950 y 1980) paralizan, generalmente, la sensación temporal externa, sino que, al presentar el conjunto de la obra como un magma arrítmico, carecen de capacidad contrastante; por lo tanto, no hay tempo interno tampoco. Uno tiene la sensación, al oir estas obras, de que el compositor dijera “yo me lavo las manos; ahí queda éso; al que Dios se la dé, San Pedro se la bendiga”. En el fondo, no es otra cosa que un gran “no pienso deciros nada de mí”; o, más bien, un enorme “total, para qué; ni siquiera me voy a molestar en buscar dentro de mi corazón; la individualidad ha muerto”.

No quiero parecer injusto con la estética contemporánea. Hay verdaderas obras de arte circunscritas dentro de este gran cajón de sastre. Pero el común denominador del grueso de la producción posterior a la Guerra Fría es la desarticulación general del pulso. Stravinsky hechiza al oyente con un pulso activo e indomable. Bartòk, por muy dura que pueda parecer su música al aficionado medio, mantiene con éste un tête a tête sin apartar la mirada a los ojos en ningún momento; ello lo logra mediante un pulso firme y decidido. Incluso las obras dodecafónicas sobre el tiempo –Schönberg, Berg- consiguen transmitir al oyente ciertos relámpagos íntimos que hacen al compositor más cercano al público. El ritmo, la pulsación clara –por muy compleja que ésta sea- estructuran psicológicamente la obra. Los sonidos –sea cual sea su propuesta estética-, ordenados en el tiempo, desarrollan una estructura emocional, psicológica, simbólica, representativa del devenir cotidiano o trascendente del oyente. El receptor reestructura algo en su interior –aunque sea el caos- al oir cualquier música, por muy banal que ésta sea. El tempo lento, contrastando con tempi más rápidos, representa el tiempo de la reflexión.

Nada más gráfico que los dibujos animados norteamericanos de la segunda mitad del siglo XX. Tom y Jerry –sus guionistas; sus dibujantes; sus músicos, claro está- entendieron a la perfección ésto de lo que hablo. Cada una de sus carreras, de sus alocadas persecuciones, era acompañada de un incremento del tempo sobre la partitura sin fisuras que acompañaba sus correrías. Si el gato se percataba de que un engaño se cernía sobre él, la música detenía el tempo en larguísimos trémolos de la sección de cuerda –redondas ligadas a redondas-, con algún arabesco del flautín o el clarinete (significando el nacimiento de la sospecha en la mente del gato); reanudada la persecución, el tutti volvía a adentrarse en un ritmo estable y rápido. ¡Qué extraño sería, para nuestros mecanismos dinámicos, ver cómo el gato persigue al ratón acompañado por un adagio oscuro y lento! Los compositores especializados en dibujos animados lo comprendieron bien: acción--->tempo rápido; distensión--->tempo moderato; reflexión (duda)--->paralización del tempo musical.

Por supuesto, esta ingente cantidad de música dedicada a acompañar las correrías de los personajes de la Warner Brothers o de la Disney, carece -en nuestras mentes llenas de prejuicios- de calidad artística; y es así, a pesar de la indudable chispa de muchas partituras, porque es música para ambientar unos dibujitos animados. Pero éso no quiere decir que no reflejen absolutamente las cualidades estructurales de la mejor música. El único problema es que no reflejan el tempo externo e interno del compositor, sino de los personajillos a los que acompañan.

Una banda sonora del Pato Donald, despojada de cualquier imagen de éste y ofrecida a un público medio sin avisarle de qué se trata, sería tan bien acogida como cualquier obra de Bernstein. ¡Valdría la pena hacer el experimento! Pero sería una mentira artística, porque la correlación pulsional –perdón por los palabros- de los diferentes momentos sonoros no reflejaría la estructura psicológica del compositor, sino la de un personaje de ficción –para colmo, inhumano (por muy humanizado que esté el Pato Donald)- capaz de realizar las mayores tropelías sin que éstas destrocen su cuerpo ni dejen huella en su inexistente psique. No nos vale, por lo tanto, como vehículo comunicativo; pero sus tempi sí.

Los compositores de finales del siglo XX han retomado –y con ansiedad- el pulso para comunicarse de nuevo con el público. La New Age o Nueva Música, ese enorme glaciar a la deriva en el océano del Arte, contiene muy diferentes estéticas; compositores de elaboradísima factura conviven –etiquetados como New Age- con otros anclados en el siglo XIII; artistas de lo simple comparten cama y comida con neobarrocos explosivos. John Adams –para mí, un maestro- se vende en la misma estantería que Ärvo Paart. Meredith Monk comparte expositor con Philip Glass o Michael Nyman. ¡Dios santo! ¿Qué tienen en común artistas tan distintos? ¿Puede haber algún punto de unión en todos ellos? Pues sí: la recuperación del pulso; el uso constante de los tempi contrastantes; la participación personal –el Yo más sincero- en cada compás de sus obras. Y, por supuesto, la exhumación de la tonalidad, rehabilitada nuevamente como vehículo de comunicación.

En los cuartetos de cuerda de Glass; en las obras de cámara de Mertens; en las piezas vocales de Meredith Monk; en las personalísimas obras de Adams, encontramos nuevamente el contraste entre los tempi. De nuevo Allegro/Adagio/Allegro. Y en todos ellos, por supuesto, de nuevo el tren del pulso, avanzando, llevando las estructuras a la mente del auditorio, comunicándose con éste. Nunca como hasta ahora el pulso ha sido tan definitorio del nuevo estilo; la recuperación del ritmo como sostén de las estructuras, no como un fin en sí mismo, nos devuelve la comunicación con el artista.

Creo que dentro de poco tiempo asistiremos a un Renacimiento musical, una nueva etapa en la que los conciertos de música artística se llenarán para escuchar ,sobre todo, estrenos. Los compositores barrocos/clásicos/románticos –los hit parade de la Deutsche Grammophon- se dejarán de interpretar tan machaconamente; y los compositores vivos, restablecida su función natural –de hechicero, de demiurgo, de vate en comunicación con las profundidades del hombre mismo-, volverán a componer para el gran público; para la gran masa no estúpida, como lo hizo Mozart; como lo hizo Händel;como lo hicieron Beethoven, Stravinsky y Monteverdi, Vivaldi y Bocherini, Falla y John Dowland.

Adiós, época oscura y dolorosa; adiós segunda mitad del siglo XX; adiós, compositores que despreciaron al público y a los que el público –el gran público- enterró en una fosa común. Adiós siglo XX; adiós música de la Guerra Fría, que paralizaste el pulso del Arte por un instante; que cerraste las ventanas al mundo y decidiste vivir en los humedales de la oscura muerte artística.

Hola, Allegro/Adagio/Allegro o cualquier otra combinación contrastante. Hola pivotes tonales; hola, Música.

Eduardo Maestre.
Abril del 2002.
Sevilla.

1 comentario:

  1. olaaa necesitamos saber ke es lento allegro adagio y presto nos puedes ayudar gracias!!!bss

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